El rugby es de Sudáfrica | Deportes

Sudáfrica coronó ayer en París a uno de los grandes equipos de la historia del rugby. El núcleo que se llevó el Mundial en Japón en 2019 se convirtió en el segundo que retiene la corona tras aquellos All Blacks que batieron récords con las coronas de 2011 y 2015. Fue precisamente Nueva Zelanda, la selección derrotada en la final de 1995 por una anfitriona de hegemonía blanca, la que vio cómo Siya Kolosi, el primer capitán negro de los Springboks, levantaba por segunda vez la Webb Ellis Cup con el seis de Francois Pienaar, que recogió la copa de manos de Nelson Mandela. El duelo entre los dos tricampeones deja a Sudáfrica en el trono del panteón del rugby mundial con su cuarto título.

Era un planteamiento sin sorpresas, un choque de estilos servido entre la apuesta neozelandesa por la velocidad en el movimiento de balón y la contundencia sudafricana, con su ejército infinito de delanteros, un ejercicio de desgaste. Nueva Zelanda tenía el balón, pero era incapaz de avanzar y sufría en su parcela. La presión sudafricana ponía a prueba la renovada disciplina oceánica, la clave de su odisea mundialista, en todos los ámbitos: en la conquista del balón tras el placaje, en las patadas altas, en los repliegues. Suficiente presión para añadir errores no forzados como la carga de Shannon Frizell sobre el pie de apoyo de Mbonambi, el primer anticipo de inferioridad numérica de los All Blacks, que entregaron los primeros seis puntos a Handré Pollard, el infalible apertura del título sudafricano en 2019 que entró de rebote en la convocatoria tras la lesión de un compañero.

Eben Elizabeth durante la final del mundial contra Nueva Zelanda. STEPHANIE LECOCQ (REUTERS)

Era el partido que quería Sudáfrica, un guion que los All Blacks solo podían replicar con acierto, acelerando la cadencia de su sinfonía. Lo intentaba Will Jordan, el máximo anotador del torneo —se quedó en ocho ensayos, el mismo récord de Lomu o Habana—, pero se le escurría el balón. También Beauden Barrett, con una patada diabólica que no terminó de ver Ardie Savea cuando tenía ante sí el ensayo. O Reiko Ioane, que aceleraba por la banda cuando Cheslin Kolbe activó los propulsores para sacarle del campo.

La consecuencia de un encuentro con una dureza extrema en los contactos que premió el celo de Sudáfrica, que lleva años entrenando la técnica de placaje para evitar infracciones, consciente de que es su divisa. Nueva Zelanda necesitaba un duelo más libre porque no tiene esa maestría en las trincheras. Lo demostró su capitán, Sam Cane, que cargó con el hombro en el cuello de Jesse Kriel, una acción que le costó primero la amarilla y, minutos después —vídeo mediante— una roja que el árbitro inglés que dirigía el partido, Wayne Burns, argumentó por la peligrosidad y la ausencia de factores mitigantes.

La inferioridad numérica no impidió que los All Blacks sumaran tres puntos más antes del descanso, pero Sudáfrica seguía al timón (6-12). Y el tiempo corría a su favor. Nadie tiene su profundidad en el aspecto físico —por eso apostó por un banquillo con siete delanteros y un solo efectivo en la trasera—, un factor agudizado por la superioridad numérica. Nueva Zelanda necesitaba encontrar la grieta con uno menos. Y darse prisa en hacerlo porque el epílogo, como ocurrió en su semifinal ante Inglaterra, sería verde y oro.

Sudáfrica no esperó al fuego lento y salió con estruendo tras el descanso, un ímpetu que dio a Kurt-Lee Arendse, el otro felino de su trasera, una ocasión propicia de ensayo en una patada a seguir que superó a un dormido Beauden Barrett. Era una jugada de milímetros y el ala no pudo ni embolsar el oval ni mantenerse dentro del campo. El mensaje de matar el partido antes de la resurrección oceánica se percibía en cada carga. Y Siya Kolisi se excedió en otro placaje alto, una acción que difería de la de Cane, que puso en peligro la cabeza de su rival, en que el impacto fue hombro contra pecho. El público, claramente neozelandés —algo tuvo que ver la eliminación de Francia a manos sudafricanas— manifestó su desacuerdo.

La igualdad numérica de diez minutos alivió a los All Blacks, que sacaron a relucir su resiliencia, el arma que les permitió sobrevivir a Irlanda, entonces número uno del ranking mundial, en cuartos de final pese a verse dominados. La prudencia invitaba a canjear la siguiente falta sudafricana entre palos para acercarse a tres, pero buscaron el ensayo, como en la primera parte. Seis puntos tirados por la borda. Pero la apuesta era necesaria, había que aprovechar ese periodo. Y el premio llegó justo después de volver Kolisi, gracias a un par de quiebros junto a la banda de Mark Telea, que soltó el balón en el placaje para que Bauden Barrett firmara el primer ensayo que encajaba su rival en una final tras casi 300 minutos de rugby.

Richie Mo’unga no anotó la conversión que habría puesto a los suyos por delante, así que los All Blacks seguían persiguiendo el marcador ante la nueva oleada de gigantes sudafricanos frescos. Pero los Springboks perdieron el orden en la intensidad y permitieron un contraataque sencillo. Con su equipo en retirada, Kolby dio un manotazo al balón que le costó la amarilla. La inferioridad numérica quedó en el pasado y Jordie Barrett tuvo la patada de la victoria, un trámite para alguien con su precisión, pero no encontró los palos. Ahí estuvo el final alternativo entre dos gigantes a los que separó un suspiro.

Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.